Dolor saboreado, conciencia sin concesiones.

El Fonoll marí (Crithmum maritimum u hinojo o perejil marino) es otra de las plantas de mi infancia, y una que además sabe a mar. Es un sabor muy concreto, de los que no puedes confundir una vez que lo has saboreado. Como las comprensiones sentidas. Como cuando una situación dada te alcanza atravesándote y rompiéndote cada hueso de tu cuerpo, sin concesiones de ningún tipo. Es un nuevo grado de lucidez o de conciencia en nuestro camino a través de la vida, pues por mucho que les cueste a algunos, el dolor es un acceso directo al yo profundo que deja al descubierto toda nuestra superficialidad. Con él empieza el cuestionamiento, pero si nuestra respuesta es zafarnos será difícil que logremos integrar algo de lo que desvela. Y sí, a veces el dolor es tan profundo que sostenerlo nos parece imposible. Sólo nos cabe recordar que ignorarlo, o tratar de evitarlo, no supondrá nunca evaporarlo. Y que aunque llegásemos a evaporar algo de él sólo habríamos cambiado su estado material, su forma de presentarse ante nosotres. El dolor no se va a ir, y una vez que tenemos esto presente es el momento de ver cómo podemos impedir que se torne sufrimiento, autocompasión, o un nuevo patrón limitado que dirija nuestros pasos a pesar de nosotras mismas.

Hay una tendencia New age implacable que nos come terreno y nos confunde hasta puntos insospechados… ¡y encuéntrate tú después de perderte en semejante enredo! Que si todo depende de tu actitud, que si quieres puedes… Todo un saco de culpas a cargar cada vez que, simplemente, no estás bien, ¡como si no estar bien fuera un problema! Queriendo dejar de problematizar y patologizar, desde estos discursos consiguen justo lo que por todos los medios tratan de evitar.

Me estoy acordando ahora, mientras escribo esto, de Antonio Blay, cuando ilustraba esta tendencia creciente de saltar de terapia en terapia recogida en la obra Ser:

«(…) si uno no comprende que es natural que esté ahí, al sentir la angustia huirá y dejará de hacer el trabajo. Y ése es el gran drama de tantas personas que, sea a través hoy día de grupos de encuentro o de gestalt o de bioenergética, o del tipo que sean, o a través de una línea devocional religiosa, o a través del yoga o de otras formas de espiritualidad, llegan a un momento en el trabajo que, de repente, se encuentran muy mal (…) y entonces dicen: ‘nada, esto no me va bien’».

Estamos permanentemente huyendo; y sin abrazar el cambio, sin abrirnos como un nuevo comienzo como trataba de ilustrar con los narcisos, nunca dejaremos de hacerlo.

Maya y Brahma

En primer lugar, y puesto que escribo desde mi particular óptica occidental fuertemente marcada por el dualismo, quiero diferenciar dos planos que sólo lo son en la medida en que los situamos a la misma altura: el plano existencial [Maya] en el que nos desenvolvemos, heterogéneo, y el plano esencial [Brahma] que nos fundamenta y nos sostiene, constitutivo común de dicha variabilidad percibida.

Dicho esto, utilizados estos dos conceptos para fragmentar una realidad única con el fin de ordenar nuestras percepciones, de antemano escindidas dado nuestro particular modo de ver y entender el mundo, paso a mostrar el nudo (la confusión entre Maya y Brahma): creer que esta vida de la que participamos puede, de alguna forma, pertenecernos. ¡Como si no fuéramos (una) parte de ella!

Mónica Cavallé lo ilustra muy bien por medio de la metáfora que utiliza para explicar el Tao en La sabiduría recobrada:

«El surfista se mueve gracias al impulso del mar y a su favor, la energía que lo moviliza no es suya, sino de la ola que él “cabalga”. Pero no por ello es pasivo; todo lo contrario, “se deja llevar” en la misma medida en que se mantiene máximamente lúcido, en un estado de vigilancia o atención plena. Solo el respeto activo —consciente, atento— al flujo “inteligente” de la ola le posibilita cabalgarla. Un respeto pasivo no sería tal respeto, sino una resistencia. El surfista pasivo no es el más dócil, pues se resiste a dejarse llevar. Análogamente, el yo particular es un colaborador, por ser autoconsciente, pero no un hacedor. Es un cauce, pero no un origen. Es un cocreador, pero no un creador. En la medida en que el individuo no crea, es pasivo; en la medida en que esa creación solo puede expresarse plenamente a través de él si se mantiene vigilante, es máximamente activo».

Y es que por jodida que se te presente la vida, ignorar la ola no va a hacer que desaparezca. Si la ola se te está viniendo encima, no puedes hacer como si no existiera. Igual que no puedes, como pretenden ciertas corrientes del autoconocimiento, y especialmente las situadas en el ámbito de la autoayuda, pretender que tú controlas esa ola (c’mon, babes, ¡si todo está en vuestra actitud! Cerrad los ojos, coged aire y…). En ambos casos el resultado es el mismo, y quien ha sido arrastrado por una ola recordará las vueltas y los golpes contra la arena, la falta de aire ante la incertidumbre de si dará tiempo o no a salir a la superficie antes de que sea demasiado tarde. Si la ola te pasa por encima, te arrasa.

Ahora bien, sí hay algo que puedes hacer: puedes surfear la ola. Y lo cierto es que no se necesita tabla para ello, aunque con ella sea muchísimo más elegante. Pero para surfearla no puedes nergarla, tienes que (re)conocer la ola y respetarla. Ella no te dará concesiones. Pero si te mantienes fiel a la verdad,esto ya lo sabrás. Y será esta consciencia, precisamente, la que te posibilite acompañarla.

Bajo una ola en altamar en Kanagawa, Katsushika Hokusai.

La pasividad es la negación de la realidad, un choque frontal con los hechos que están aconteciendo a pesar de que tú no quieras que sucedan. Como tratar de contener la primavera. Y la pretensión de controlar dichos hechos, es más de lo mismo: una falta de respeto absoluta por la Verdad, en mayúsculas, y una prolongación del antropocentrismo que un día afirmó que el Sol giraba alrededor de la Tierra, y que todavía hoy sigue creyendo —y de aquí que en el asesoramiento filosófico trabajemos tanto sobre creencias limitadas, fuente de incontables errores de comprensión de la propia vida— que el mundo, y todos sus seres, son objetos a nuestra disposición. Que podemos seguir produciendo de forma incesante, “creciendo” sin límites, explotando todos los recursos que forman el ecosistema que nos sostiene hasta agotarlos. La hostia está garantizada, y la mayor parte de las veces acaba manifestándose en forma de frustración. Esto es: de impotencia.

Varias veces he hablado ya de la libertad. En Narcisos salvajes explicaba, echando mano de Krishnamurti, el hecho de que la mayor parte de las veces no actuamos de forma creativa, no actuamos de forma libre, sino que reaccionamos al medio. Tenemos que experimentar un desagrado imponente para que decidamos dar algún paso en una dirección distinta, y no otros tantos en la misma dirección que llevábamos sin mayor convencimiento ni cuestionamiento.

En Pinceladas sapienciales, buscando acercar algunos conceptos de la filosofía sapiencial a través del último encuentro de la escuela, decía que, para mí, una de las comprensiones más significativas había sido «sacar la cuestión del libre albedrío de la mera elección y situarlo en el arte de llegar a ser quienes somos realmente». A menudo, para ilustrar esto, se utiliza la metáfora de la semilla: la semilla contiene al manzano en potencia en sí misma, o la margarita, o el acebo. El manzano no se convertirá en un limonero ni en una rosa, ni en una margarita o en acebo. Dentro de sí aguarda todo su potencial, pero hacerlo acto es otro cometido. Requiere de un suelo en el que crecer, nutrientes de los que alimentarse, necesita luz. La semilla del manzano puede, por tanto, no convertirse en un manzano, pero desde luego nunca se convertirá en un limonero. A nosotres, en cambio, muchas veces se nos invita a ser lo que no somos.

Quiero volver a compartir la lucidez de Cavallé cuando dice: «No nos ayudan quienes quieren mejorarnos, sino quienes nos invitan a comprendernos y a aceptarnos», para agregar más adelante: «Pretender que la manzana que aún está verde esté ya roja es una forma de violencia» (El arte de ser, 2021).

La violencia, nada más y nada menos, de hacernos impotentes, de trabar el camino de actualización de nuestro propio y único potencial. Otras tantas veces, por desgracia, somos nosotras mismas, nosotros mismos, quienes pretendemos estar bien cuando no lo estamos, hacer lo que no nos gusta hacer o incluso convertirnos en quienes no somos. Y es que no somos libres de elegirlo todo en tanto que no elegimos desear lo que deseamos o sentir lo que sentimo. Pero sí podemos tratar de desenmascarar todo esto para dar con lo más esencial y colaborar con inteligencia, con creatividad, para desarrollarnos en nuestro máximo potencial. Esto es: para hacernos acto.

Desde numerosos ámbitos de la llamada “autoayuda” se hinchen de conceptos complejos de una manera peligrosamente superficial, hasta el punto de afirmar, directa o indirectamente, que si estás mal es porque quieres, o también que no existe la maldad. No hay “Mal” en un plano profundo del ser, en tanto que todo ser busca y se mueve en pos del Bien. Pero lo que cada ser considera “bueno” en el plano existencial en el que nos movemos es muy diferente, y muchas veces lo que uno considera que es un bien para sí choca con el bienestar de tantos otros —y por tanto, también con el suyo propio aunque no sea consciente—. Podemos llegar a entender, pues, los motivos por los que alguien actúa de forma dañina, y ojalá lleguemos a hacerlo a nivel social porque esto podría modificar radicalmente toda nuestra cultura y nuestro sistema judicial. Pero este entendimiento, esta aceptación de la complejidad de la realidad dada, no ha de confundirse tampoco con una justificación de dichos actos.

En La sociedad abierta y sus enemigos el filósofo austríaco Karl Popper plantea con agudeza la «paradoja de la tolerancia», que viene a decir que si se tolera la intolerancia, la intolerancia arraiga y mueren los valores democráticos. Si en una sociedad libre, en una sociedad abierta a todo lo dado, surge una forma excluyente del resto de formas y no se la detiene, acaba imponiéndose por encima de las demás. Y las demás acaban desapareciendo. La apertura, por tanto, deja de ser tal, y ya no se puede hablar de libertad. No son sutilezas.

Re-conocernos

El plano ontológico nos sostiene y fundamenta. Es un plano profundo en el que estamos y en el que a veces dejamos de reconocernos, y que nos recuerda que hay algo más allá de la desidia del plano existencial que podemos aprehender, que podemos encarnar pero no poseer, algo con lo que podemos rompernos y reconstruirnos, con lo que podemos fluir pero no tener.

«El Cielo y la Tierra tienen ya su natural regularidad. El sol y la luna tienen su luz natural. Las estrellas tienen sus posiciones estables. Los animales seguirán reuniéndose en rebaños y bandadas. Los árboles seguirán creciendo verticales».
Chuang Tzu.

Pero no tenemos el control ni las respuestas, ni las tiene nadie. Lo que sí podemos sentir que hacemos es participar de cierta “magia» que, paradójicamente, compartimos en unidad y desdeñamos por medio de un profundo individualismo encarnado a nivel económico y político en un feroz neoliberalismo. Y desde aquí reconocemos un mal existencial pero no un mal originario, lo que nos aporta herramientas para construirnos existencialmente, en este plano en el que nos desarrollamos, con la misma materia que habita en lo profundo de nuestro ser y que nos aúna por encima de todas las diferencias percibidas y exacerbadas; no como la riqueza del topacio de las mil caras que son en verdad, sino como fronteras divisorias. Sin anularnos mientras se nos dice que todo está bien, que todo depende de nuestra actitud —o, en definitiva, mientras se nos dice cómo tienen que ser las cosas y nosotros como sujetos—, sino tomando consciencia de lo que sí está bajo nuestro control y lo que no para poder desplegar paso a paso nuestro potencial.

Kintsugi sapiencial
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