Reflexiones en torno a un nuevo encuentro de la Escuela de Filosofía Sapiencial.
Me encantaría ser capaz de transmitirte la filosofía como yo la vivo, porque la vivo con pasión. ¿Cómo no habría de vivirla así cuando me ha dado el Sentido?
Estas son parte de las reflexiones e inspiraciones del encuentro de la Escuela de Filosofía Sapiencial de este año, recogidas de la forma más espontánea y viva posible recurriendo de forma directa a algunas de las distintas comprensiones compartidas por mis compañeros y compañeras.
Encuentro de la Escuela de Filosofía Sapiencial. Alpedrete, noviembre de 2024.
La finalidad del personaje es evitar el sufrimiento mientras que la del Ser es la Verdad, aunque ésta conlleve sufrimiento.
El personaje es la máscara que hay entre lo que somos y cómo nos mostramos —al mundo y a nosotres mismes—, son nuestras reacciones; un automatismo con el que, a base de práctica, acabamos identificándonos.
Puedes vivir muchos años recreando una identidad que no eres tú.
La creación de este automatismo es multicausal, fruto de un aprendizaje condicionado por la familia, las amistades, los amores, la sociedad… incluso el arte, cuando peca de lineal. Es condicionado porque se repliega sobre su propia experiencia generando estereotipos de todo tipo, tanto conceptuales como comportamentales. Habría quien diría que es fruto de las emociones, que también aparecen automatizadas, siguiendo la dicotomía tan manida entre razón y corazón. Pero la realidad es mucho más compleja, y demasiadas veces caemos en las trampas de la santificada razón.
Personalmente, una de las comprensiones que me resultan más significativas de la filosofía sapiencial ha consistido en ver la potencialidad de sacar la cuestión del libre albedrío de la mera elección y situarlo en el arte de llegar a ser quienes somos realmente, que tan bien aflora observando, precisamente, esas situaciones limitadas en las que reaccionamos desde el automatismo. Pero mejor vayamos a un ejemplo concreto, con la finalidad de tener un mapa común de todo esto que estoy compartiendo:
Un día, un niño se acerca a un perro y éste le muerde. A partir de ahí, tiene pánico a los perros. Crece, y siendo ya un adulto sigue sin ser capaz de evitar ponerse en tensión cuando pasa un perro cerca de él o ve a lo lejos un perro suelto; quiere huir de ahí, como tanta gente desea huir ante la más mínima posibilidad de conflicto. Podríamos decir que no está razonando, pero perfectamente podría extraer premisas, tanto necesarias como suficientes, para apoyar lo que desde fuera se lee como aversión a los perros y justificarla.
Sin embargo, al ser preguntado y buscar la respuesta en su interior, se da cuenta de que no cree realmente que los perros sean erráticos y muerdan por placer. Es más, incluso le gustan —siempre que se mantengan a distancia—. Cuando conecta con su emoción sentida, se da cuenta de que no teme al perro en sí, sino a lo que él mismo cree, proyecta y anticipa del comportamiento del perro y de cómo ese supuesto comportamiento va a afectarle a él mismo, lo que además le impide actuar libremente cuando se encuentra ante uno de ellos.
Cuando nos paramos a observar el patrón del niño del ejemplo y dejamos de lado los razonamientos, que tanto pueden explicar por qué hay que temer a los perros como por qué no, es cuando llegamos a su interior. El razonamiento, por sí solo, podría brindarle argumentos para no aplacar su miedo —«está bien que no acercarse a ellos, pues podrían morder»—, o incluso podría servirle para tranquilizarse sosteniendo que es una tontería temerlos, sin que por ello dejase de hacerlo. Es muy difícil cambiar un patrón razonando con él, y de hecho podemos razonar montones de cosas que realmente no sentimos y, por lo tanto, no aplicamos.
Un ejemplo sencillo se basa en nuestro amor por los gatos y los perros y nuestra indiferencia hacia las vacas, las gallinas, los cerdos o las ovejas. Es relativamente fácil razonar que no es peor comerse a un perro que a un cerdo, otro animal tremendamente inteligente —o incluso que a una ternera que es, literalmente, un bebé—. Y sin embargo, desde occidente tendemos a poner el grito en el cielo cada vez que nos pasan una noticia sobre el hecho, cultural, de que en China se comen a los perros. Queremos sacarlos de esas jaulas en las que les vemos en fotografías en nuestras redes sociales, pero después de firmar una petición para prohibir esa práctica extranjera nos comemos a la vaca bebé. Y es que no basta con razonar, hace falta encarnar el sentido.
La razón sin corazón puede llevar al ser humano a defender el uso de una bomba atómica que sea tan destructiva que a todo el mundo se le quiten las ganas de tirar nunca más ningún tipo de bomba. Esto es historia, y ni siquiera resultó en lo que desde la recta razón se predijo: el fin de las guerras tras Hiroshima y Nagasaki. Más de 200.000 personas fueron aniquiladas en pos de un supuesto bien mayor.
Otra comprensión que me resulta muy significativa en esta línea es la clarificación conceptual, ver qué significado extrae cada persona de un mismo significante. Porque muchas veces diciendo lo mismo, estamos refiriéndonos a cosas totalmente distintas.
La filosofía del lenguaje es preciosa, y siempre pienso en ella cuando recuerdo que el currículo en segundo de Bachillerato se limita a la historia de la filosofía en lugar de dar filosofía propiamente. Y es que cuando yo digo «plato», tú te formas una idea mental y yo otra. Mi plato es llano, blanco, con pequeñas flores de colores en los bordes. «Plato» es el significante, la palabra que designa algo. Pero, ¿qué designa realmente? Para mí una cosa y para ti otra distinta. Y no digamos ya si nombramos a una persona conocida. Aunque estemos hablando de lo mismo o de la misma persona, operamos con distintos significados o ideas mentales. Con ciertos rasgos comunes, eso sí, pero no voy a profundizar en ello ahora.
Pues bien, aquí es adonde quería llegar: con el sentir pasa algo muy parecido. En primer lugar, ningún razonamiento vive al margen de lo sentido, pues sentidas son también las cosas que ves con tus ojos, oyes con tus oídos, tocas con tus manos. Para reflexionar sobre algo, como mínimo, primero lo has tenido que leer —ver, tocar— o escuchar. Y claro que podemos poner en duda nuestros sentidos, de hecho es probable que no percibamos un sólo color igual y, en función de que tomemos determinadas sustancias, nuestra percepción de la realidad puede variar cualitativamente. Y por si fuera poco, como humanes tenemos todo un mundo simbólico operando a partir de lo transmitido por nuestros sentidos, de tal manera que las dos escuchamos «plato» pero cada una piensa en un plato distinto, las dos vemos un perro pero en cada una afloran sentimientos, y razonamientos, distintos.
Pero, ¿por qué decía todo esto? Porque más allá de la dicotomía entre razón y corazón, en nuestro entendimiento de este último tendemos a confundir susceptibilidad con sensibilidad.
La diferencia entre el sentimiento egótico y el sentimiento puro.
El sentimiento egótico sería el del personaje, el que trae consigo la máscara y que tantas veces nos sitúa en un plano de autocompasión y victimismo —todo lo que pasa, me pasa a mí o está dirigido en mi contra—, cargándonos de creencias limitadas sobre nosotros mismos y sobre la realidad.
El sentimiento puro, en cambio, sería una comprensión sentida —nótese que este concepto aúna, precisamente, razón y corazón— que aflora tras el cuestionamiento de las creencias limitadas. Pero no por el mero acto teórico del cuestionamiento, sino una vez integrada dicha comprensión en nuestro ser.
Y es que no es lo mismo que te diga que no tengo miedo a los perros a que no tenga miedo a los perros, aunque razone mil veces mejor que tú los motivos por los que no hay que tenerles miedo. Si tú has logrado cuestionar la creencia que te hacía tener miedo a los perros, si es que alguna vez la tuviste, y yo no, por muchos argumentos sólidos que yo tenga para no tener miedo, seguiré teniéndolo por mucho que me digas.
No eres eso, eres el que ve eso.
El hilo que hilvana el personaje y su máscara a través del sentimiento egótico es la sobreidentificación, de aquí la importancia de diferenciar susceptibilidad de sensibilidad. Al identificarnos con nuestras acciones, con nuestros miedos, con nuestros pensamientos, con nuestros ideales… en definitiva, con nuestro yo psicológico, nos vamos empequeñeciendo. ¿Pero por qué, si tratamos de basarnos en grandes valores? Porque nos estamos negando a aceptar la realidad mutilando lo que aborrecemos de ella. Y negando la realidad nos estamos negando a nosotres mismes en sentido ontológico. Recupero la primera comprensión compartida:
La finalidad del personaje es evitar el sufrimiento mientras que la del Ser es la Verdad, aunque ésta conlleve sufrimiento.
Si puedes ver lo que te sucede y observarlo, estás logrando dar con esa parte de ti que está más allá de los meros accidentes aristotélicos, estás dando con la sustancia. Y como sustancia o sujeto que ve el objeto, puedes lograr no identificarte con ello.
Esta desidentificación no es una nueva división artificial porque de hecho lo que nos sucede, nos sucede. ¿Pero no es también cierto que podemos vivirlo “desde fuera”? ¿No hay acaso una parte en este “yo” más profunda, capaz de observar el conjunto? Y al hacerlo, ¿no se siente cierto descanso? Cuando nos identificamos con nuestras acciones, con nuestras emociones, con nuestros pensamientos, con nuestros ideales, nos sentimos atacados con facilidad. En cambio, cuando nos desidentificamos de ellos, aunque nos acompañen, no son blancos fáciles. Dejamos de actuar desde la reacción, y empezamos a actuar desde la acción, desde la posibilidad de hacer, de crear.
Susceptibilidad es tomarse algo a lo personal, mientras que sensibilidad es estar abierta a percibir lo que sucede y a actuar sobre ello conscientemente. De ahí que antes dijera que, para mí, «una de las comprensión más significativas de la filosofía sapiencial ha consistido en ver la potencialidad de sacar la cuestión del libre albedrío de la mera elección y situarlo en el arte de llegar a ser quienes somos realmente, que tan bien aflora precisamente observando esas situaciones limitadas en las que reaccionamos desde el automatismo». Desde el personaje, desde lo que se espera o esperamos de nosotras mismas, nos vemos forzadas a elegir. Desde el yo profundo, sin embargo, no hay elección porque hay claridad. No es un deber, es un saber que surge al sostenerle la mirada a la realidad, sin huidas ni subterfugios que, queriendo alejarnos del dolor, acaba por alejarnos de nosotras mismas.
A veces no podemos hacer lo que queremos, pero siempre podemos querer lo que hacemos.
Pero, ¿se le presupone a esta libertad de ser lo que somos una capacidad todopoderosa e ilimitada? Acabemos de aclarar esto: la libertad de ser lo que somos pasa por la aceptación de ser lo que somos, aunque es común confundirla con el deseo de llegar a ser algo que realmente no somos y seguramente nunca seremos.
Es fácil decirle a otro que está así porque quiere, cuando de hecho no está a gusto. De hecho es muy fácil, y ofensivo.
Lo que sí podemos hacer cuando no estamos bien es observar lo que nos sucede desde un lugar más sereno, uno desde el que ver lo que ocurre sin tratar de pelear con ello por medio de negaciones, evitaciones o confrontaciones. Esto no quiere decir que no vayamos a sentir dolor, el dolor es una parte inherente a la vida. Simplemente presupone respetarlo y descansar en él sin agregarle sufrimientos evitables, generalmente en forma de autocompasión. Mantener la mirada límpida para poder seguir actuando desde nuestra voluntad y círculo de influencia, y no desde la reacción y la confusión de lo que depende y no depende de nosotros.
Esto no asegura cambiar una situación, sino simplemente poder vivenciarla desde otro lugar. Un lugar en el que dejar de ser objeto para pasar a ser el sujeto que observa los hechos, así como los objetos de su mente y sus actos. Esta vivencialidad nos permite cuidarnos y tratarnos con ternura en tanto que nos permite vernos desde la aceptación, a una misma y a sus circunstancias.
Todos los patrones vienen de una falta de amor propio.
Es curioso, porque demasiadas veces identificamos los autocuidados con una sobreprotección que nos mutila y empequeñece como seres. Pienso en tantas veces que elegimos «dejar el encefalograma plano» tras un día de mierda con una serie cualquiera en lugar de descubrir lo que realmente nos apetece hacer, aun teniendo que vencer ciertas resistencias.
Puede resultar confuso distinguir entre lo que sentimos que queremos hacer y lo que realmente queremos hacer, especialmente cuando lo segundo nos requiere cierto esfuerzo. Pero si nos fijamos en cómo nos sentimos después, no lo es tanto.
A veces, después de ver una serie nos sentimos bien y llenos de ideas, no estoy en ningún sentido criticando el hecho de ver series —yo misma veo numerosas series y películas—, pero a veces sólo nos provoca apatía —o a veces elegimos un tipo de entretenimiento que no puede provocar otra cosa que indiferencia—.
Otras veces sucede que elegimos ver una serie de forma rutinaria a determinada hora de cada día, aun cuando este acto ha dejado de proporcionarnos un placer real y ha acabado por causarnos abulia, desgana o abandono. Poco a poco, nos vamos encerrando más y más en nosotres mismes. Y de pronto, un día sentimos que no podemos rechazar una quedada y, al volver de la calle, nos sentimos plenos. Estamos como más alegres, nos da por poner música y en lugar de cenar lo de siempre, nos ponemos a cocinar.
Observar todo esto es muy importante. Un patrón es algo que se repite de forma automática, algo que acontece a pesar de nosotros. Es una de nuestras respuestas apáticas a nuestros padres, a nuestra pareja o a ciertos temas, o quizá un entusiasmo excesivo por intervenir en toda conversación que hace que luego nos sintamos turbados. También es ponernos una serie lineal cuando nos ha sucedido algo gordo para no ponernos tristes, o para dejar de estarlo lo antes posible. Es, en definitiva, un aprendizaje que nos aleja de nosotros impidiendo que nos veamos con el conjunto de nuestras apetencias.
No tengo ningún requisito para estar bien y ser feliz.
Porque, ¿qué es la felicidad? ¿Tener mucho dinero? ¿Ser popular? ¿Poder hacer siempre lo que uno quiere y que los demás también lo hagan?
Desde la filosofía, la felicidad se ha aparejado siempre a la serenidad del alma, a la calma, a la armonía. A menudo se ha hablado de falta de deseos, sobre todo al interpretar a los estoicos, como si la felicidad consistiera en privación. Pero la «ataraxia» que compartieron como un fin en sí mismo también los epicúreos y los escépticos, no iba de eso. Más bien significa que, mientras estés persiguiendo cosas que no tienes o que puedes perder, cosas que en definitiva no dependen de ti, estás a merced de sentirte vejada, ultrajada o incluso humillada por los demás y por la propia vida, e incluso, y quizás lo más importante, por ti misma. Y todo esto, lejos de ser una fuente de buena fortuna, se convierte en un laberinto tortuoso en el que se puede llegar a perder el propio sentido de la vida.
Poder mirar sin naufragar en todo ello.
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